Arturo Rivera

(Ciudad de México, 1945 – 2020)

La premonición de Judith

1998

técnica mixta sobre lienzo

140 x 100 cm

Nº inv. CFB038

Colección BBVA México



La etiqueta de hiperrealista, que brota siempre de primera intención, la factura detallista y cuasi-fotográfica que se le adjudica; la búsqueda de una exactitud racional lograda gracias a sus conocimientos de la anatomía humana, tienen que contrastarse con una inspiración que lo lleva a la exploración del elemento irracional, inquietante y que queda fuera de control. El suyo es un hiperrealismo de lo ominoso, que delira y yuxtapone los elementos más opuestos como forma de una poética en la que anida siempre algún destello de lo anómalo o perverso.

¿Cómo no pensar, frente a muchas de sus pinturas, en la Lección de anatomía o en el Buey desollado de Rembrandt (1606-1669)? ¿Y cómo no pensar igualmente en escritores como Bataille, Blake o Sade y, sobre todo, en el arsenal de imágenes que proporcionan el Antiguo y el Nuevo Testamento? El cuadro La premonición de Judith podría ser entendido como un doble homenaje: a la tradición del pueblo judío, tal y como se relata en la Biblia, y a las versiones que pintó Caravaggio (1571-1610) (por no mencionar a otros clásicos de la pintura) en torno a la decapitación de Holofernes llevada a cabo por Judith.

Dentro de la iconografía de Rivera, sin embargo, esta pintura tiene una sobriedad inusitada. Si la historia del arte nos acostumbró a contemplar la escena más dramática, aquella en la que la espada de la valiente Judith cercena el cuello del enemigo, Arturo Rivera opta en este caso por un recurso limpio que le da la vuelta a la imagen atroz. Se anticipa al asesinato de Holofernes y nos presenta una Judith en la interioridad de su habitación, con una expresión serena y a la vez resuelta. Podría hablarse incluso de una expresión inocente. La doncella, empero, en este momento ya ha tenido una visión, una premonición: sabe que ha de salir de la ciudad para buscar al enemigo en su campamento y que fingirá entrar en el juego de la seducción, que le permitirá justamente cumplir la misión divina que se le ha encomendado. Nótese un detalle: las manos de Judith están todavía inmaculadas; en el extremo de la pintura vemos, a guisa de imagen flotante, la cabeza del enemigo y el rastro de su sangre. Nada de esto ha sucedido todavía en la realidad. El talento del pintor se ha limitado a insinuar lo que habrá de ser un lance fatal, signado por la muerte del oponente.