Meifrèn es un ejemplo evidente de simbiosis entre tradición y modernidad; tradición, por su concepto pictórico, así como por la incesante representación de paisajes como si se tratase de una mera reproducción artesanal; modernidad, por su vinculación con los artistas y las corrientes vanguardistas del momento.

En sus viajes a París pudo conocer de primera mano la gestación del movimiento impresionista, que en un principio no despertó en él un gran interés. Sin embargo, poco a poco fue abandonando su compromiso con el naturalismo, para evolucionar hacia una pintura mucho más luminosa, evitando atmósferas nostálgicas. Por todo ello se le ha considerado uno de los pioneros del impresionismo en España.

Esta obra denota rasgos de cierta modernidad, que el artista irá afianzando en respuesta a la aceptación del público. Con un gran dominio de la técnica pictórica, emplea una pincelada ágil y enérgica para representar las aguas sosegadas y el cielo encapotado, salpicado por algunas nubes que, blancas por la refracción del sol, aportan luminosidad al conjunto. Es interesante el estudio de los reflejos, cómo el cielo cubierto se proyecta en el agua, algo más movida por los juegos de unos grupos de patos apenas esbozados. Al fondo, en el horizonte, unos barcos navegan serenos por las marismas y, detrás, de modo casi imperceptible, se atisba un pueblo.