Esta obra es un excepcional ejemplo de la prolífica trayectoria artística de este pintor barcelonés, especializado en el género del paisaje, considerado por los estudiosos como uno de los artistas más interesantes del panorama pictórico catalán del siglo XIX.

Sus paisajes tienen influencias del realismo –fruto de su contacto con la obra de Courbet y Corot en París− y también de la corriente romántica. Sin embargo, desarrolla un estilo propio, desligado de cualquier movimiento artístico. Y es que Urgell no es un creador estático de paisajes irreales; sus horizontes existen. Poniendo de manifiesto su gran afición a viajar y su capacidad de análisis del mundo que le rodea, sus paisajes se inspiran en, al menos, medio centenar de localizaciones geográficas diferentes, principalmente de Cataluña −Olot, Barcelona, Gerona−, pero también del resto de la península y de Francia.

Técnicamente, este óleo es muy interesante, pues el artista confiere un acabado diferente a cada ámbito del paisaje que representa. Así, la zona del camino, en primer plano, la resuelve con una pincelada alargada y empastada, con predominio de los tonos ocres propios de una vereda prácticamente oscurecida por la luz crepuscular. A continuación, las lindes de la arboleda, con una pincelada más vertical, perfilando el sentido ascensional de los árboles que rompen la horizontalidad del conjunto. Por último, la línea del horizonte: el cielo, salpicado por pequeñas nubes dispersas, donde prevalecen los tonos pastel, morados y violáceos, con un trazo más suelto, rápido y despreocupado, que denota la maestría del pintor.

Para algunos estudiosos sus paisajes encierran un componente simbólico, concretamente la dualidad vida/muerte; la vida, las chimeneas, asociada al calor de hogar, al sentido de humanidad; frente a ella, la muerte, el ciprés, asociada a la luz crepuscular, al tenebrismo, a la soledad de esos parajes que representa magistralmente.