Iturrino fue uno de los responsables directos de la introducción de la vanguardia pictórica en España gracias a su estrecha relación con los artistas que protagonizaron la renovación plástica internacional.

Esta obra, adquirida por el galerista Ambroise Vollard junto a otras del pintor, es una de las piezas esenciales dentro de su producción. Realizada en una etapa en la que, tras haber trabajado varios años en París, pintó primero en Salamanca y, a partir de 1902, en Sevilla, revela su fascinación por el colorido, de rica materia, así como por los atavíos y los mantones de Manila que visten las manolas. La pincelada suelta y empastada del grupo central contrasta con una técnica más rápida y fina, especialmente en el campo, las construcciones y los árboles del fondo, procedimiento que denota gran modernidad.

Representa una fiesta en el campo, junto a una venta o un cortijo a las afueras de una ciudad, con los campanarios y las torres de sus iglesias perfilándose en el horizonte. La composición gira en torno al motivo central, un grupo de mujeres ataviadas con mantones de Manila y flores en el pelo, algunas de las cuales se giran hacia el espectador. A ambos lados aparecen sendas parejas de personajes, los del exterior cortados por la mitad, recurso muy utilizado por el artista que acentúa la sensación de inmediatez, movimiento y vida de la escena.

Existe una réplica de menores dimensiones -en la que desaparecen algunas figuras- así como un con el mismo motivo que debió realizar directamente a partir de la pintura, pues la escena aparece invertida y más simplificada. Dicho se reproduce en la pared del fondo del Retrato de Iturrino de Juan de Echevarría (1875-1931), propiedad del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid.