Salvador Victoria

(Rubielos de Mora, Teruel, 1928 – Alcalá de Henares, Madrid, 1994)

Sin título

1969

óleo sobre lienzo encolado a tabla

40,8 x 60,4 x 1,2 cm

Nº inv. P00885

Colección BBVA España



Salvador Victoria fue un artista comprometido con la sociedad de su tiempo. Preocupado por llevar a cabo una renovación plástica que respondiese a las necesidades del mundo contemporáneo, se valió del lenguaje abstracto para ahondar en la representación de universos metafísicos con los que reflexionar en torno a una nueva realidad.

Nacido en Teruel, como consecuencia de la Guerra Civil se traslada con su familia a Valencia, donde estudia en la Academia de Bellas Artes de San Carlos. Allí coincide con importantes figuras de la plástica española, entre las que destacan Juan Genovés (1930-2020), Eusebio Sempere (1923-1985) o Manuel Hernández Mompó (1927-1992). Una breve estancia en Ibiza le acerca a la abstracción europea y en 1956 viaja a París, quedando fascinado por el palpitante ambiente cultural de la ciudad. Allí entra en contacto con las corrientes de vanguardia, interesándose especialmente por el
y su gusto por lo matérico y el color. Comienza a incorporar a su trabajo los principios de este movimiento, que reinterpreta en sus obras de forma muy personal. Esta estancia le permite conocer de primera mano los movimientos contemporáneos y el arte abstracto del momento, experiencia que completa con la lectura de textos fundamentales sobre el arte no figurativo, entre los que destacan Punto y línea sobre el plano y De lo espiritual en el arte, de Vasily Kandinsky (1866-1944) y Teoría del arte moderno, de Paul Klee (1879-1940). Las reflexiones de estos autores sobre la depuración formal del arte influyen de forma significativa en su trabajo posterior.

En 1964, a su regreso a Madrid, inicia una nueva etapa, marcada por los denominados relieves poéticos. Con estas obras, realizadas mediante el plegado de cartulinas imprimadas al temple, Victoria explora una nueva espacialidad plástica y comienza a indagar en torno al concepto de superposición, que le acompañará el resto de su trayectoria.

A finales de los años sesenta, las cartulinas dan paso a una etapa monocromática, en la que se empiezan a vislumbrar sus futuros cosmos metafísicos. La Colección BBVA conserva dos óleos de 1969 que pertenecen a este conjunto de obras monocromas. Se trata de pinturas configuradas a base de capas de tela pegadas sobre el lienzo y cuya característica principal es la gradual disolución de las formas y la progresiva relevancia del círculo. La combinación de los distintos estratos de tela confiere una dimensión al espacio pictórico que abre nuevas posibilidades plásticas y conceptuales. Los perfiles se difuminan, y las formas, suspendidas a lo largo de la superficie de la tela, generan un delicado movimiento que aporta ritmo a la composición. Las obras de este periodo, que parecen emanar luz de su interior, revelan también la herencia luminista de su etapa de formación en Valencia.

A lo largo de su vida, el pintor emprende una incesante búsqueda de una pintura de gran pureza espiritual, que se materializará en sus icónicos universos metafísicos de los años setenta. Esta pieza, en la que se observa la paulatina disolución de las figuras y el creciente protagonismo del círculo, pone de manifiesto que este proceso se había iniciado ya en la década anterior.