Alejandro Obregón

(Barcelona, 1920 – Cartagena de Indias, Colombia, 1992)

Blas de Lezo

1985

acrílico sobre lienzo

170,1 x 150,1 cm

Nº inv. P01201

Colección BBVA España


De formación autodidacta, el artista colombiano Alejandro Obregón llegó a convertirse en uno de los máximos exponentes del arte latinoamericano contemporáneo. Rechazó el academicismo para centrarse en una pintura más personal.

Influenciado por la cultura norteamericana y su
, la contemporaneidad y el
de Picasso, la rebeldía contra la injusticia, y enriquecido por el colorismo de la pintura colombiana, Obregón crea una pintura particular que, en los inicios de su carrera, se denominaría “expresionismo mágico”, con una fuerte tendencia cubista que poco a poco se irá suavizando para dejar paso a un dibujo más libre.

Son obras alejadas de la representación puramente real, que oscilan entre la figuración y la abstracción, siempre dentro de espacios ilógicos, infinitos e indefinidos, como de ensueño.

Será a su vuelta a Colombia en 1955, después de viajar por Boston, París y Barcelona, cuando empiece a realizar una pintura más madura. Barranquilla será la ciudad que le proporcionará la energía para crear obras basadas en la crítica social y política al momento histórico vive su país. De personalidad atormentada y testigo ocular de asesinatos y revueltas políticas, la tragedia y la violencia serán sus principales temas de representación.

Hacia los años setenta su creación se pobló de símbolos muy representativos de la cultura latinoamericana, en general colombiana, como los cóndores, garzas, volcanes, iguanas…, pero también introdujo temas como el de esta obra, el retrato del almirante Blas de Lezo (1689-1741), conocido como Patapalo o Mediohombre, quien por las importantes heridas sufridas en sus muchas batallas, quedó ciego, manco y cojo. Quizás esta tragedia física, de uno de los mejores estrategas de la historia de la Armada Española, así como su cercanía con Colombia, ya que moriría en Cartagena de Indias, fue la que entusiasmó a Obregón, que incluso se llegó a autorretratar con la fisionomía de Blas de Lezo.

Hay que destacar, como bien podemos comprobar en este lienzo, que Obregón trabaja sólo con recursos puramente pictóricos, sin bocetos ni dibujos preparatorios. Centrado en el uso del óleo, será a partir de 1966 cuando comience a usar el acrílico para sus trabajos, ya que este le permite crear obras más fluidas, ligeras y transparentes gracias a la rapidez de secado, además de permitirle pinceladas más gestuales y vivaces, elemento fundamental para la vehemencia de sus obras.

Es entonces cuando, liberado ya de todo gesto constructivista, se deja llevar por la expresividad que le da la pincelada espontánea, para crear escenas como este retrato, en las que se genera una relación casi violenta entre el fondo neutro y la figura que parece flotar en él. Es un espacio sin aparente ritmo compositivo, de vigorosos trazos que crean tensiones a lo largo y ancho de la superficie.

La paleta de colores en la obra más madura de Obregón será moderada, basada por lo general en tonos grisáceos, ocres, sienas, azules y negros, no obstante a partir de 1966, sus obras se volverán un poco más coloristas, contrastando colores cálidos con fríos, entre tonos intensos y agrisados, entre áreas de pincelada suave y furiosos trazos expresivos, que crean una vibrante luminosidad en sus composiciones.

Toda esta vitalidad, la ambigüedad entre la abstracción y la figuración, la serenidad y la calma, la intensidad de tonos como el rojo, el naranja o el amarillo frente a la oscuridad grisácea, el perfil de la silueta sobre fondos indefinidos, queda plasmada en este retrato de Blas de Lezo. Una obra de plena madurez, en la que se pueden atisbar los diferentes procesos de transformación artística por los que ha pasado el artista a lo largo de su carrera.